Reforma Protestante

Reforma Protestante
La Reforma Protestante con todos los sucesos ocurridos en Europa desde el siglo XIV hasta ahora. Lutero pega las 95 tesis en la puerta de su templo y asi se separa de la iglesia romana.

La Reforma en España

La Reforma en España

El mes de Noviembre de 1556 finaba; era rey de España Don Felipe II, y gobernaba la Iglesia el octogenario Paulo IV, enemigo acérrimo de los españoles, a quienes llamaba «escoria de la tierra, raza maldita de Dios, herejes y cismáticos, engendro de judíos y de moros...» A bien que es muy posible que el odio papal alcanzase a los españoles porque estaba engendrado en la malquerencia que el citado Pontífice sentía hacia el Emperador Carlos V y hacia su hijo Don Felipe. El primero de estos monarcas, el magnífico Emperador, en la postrimería de sus días, y desde la soledad del claustro, en Yuste, no dejaba de corresponder cordialmente a los amorosos afectos del Papa.

«Lo que más desasosegado le tenía (al Emperador en Yuste) era la guerra de Italia; y lejos de manifestarse tan escrupuloso como Felipe, terminantemente declaraba que la guerra era justa atendiendo a la causa de Dios y a la de los hombres. Cuando recibía el correo no dejaba de quedar disgustado porque no traía la muerte de Paulo ni la de Carraffa»


Decíamos que finaba el mes de Noviembre de 1556. Serían como las tres de la tarde, cuando por el camino que de Cabezón a Valladolid conduce caminaban a buen paso dos hombres tras una recua compuesta de cuatro caballerías y dos poderosas mulas de excelente estampa. Los empolvados viajeros eran un muletero, o sea comerciante ambulante en telas, y un arriero. Los trajes que vestían eran los propios de sus respectivos tráficos, y en lo que esencialmente se diferenciaban consistía en que el arriero aparentaba ser un garrido y fornido montañés, mientras el traficante era de corta talla y desmedrado cuerpo.

Ya se hallaban a corta distancia de los muros que rodeaban por aquella época a la ciudad cortesana, cuando una mujer que ocupaba el dintel de la puerta de una casita baja, situada a un lado del camino, gritó al arriero:
–¡Eh, compadre Mendo! ¿Cómo pasáis de largo sin deteneros, como otras veces, a echar un vaso de Toro?

Los dos viandantes se detuvieron e hicieron detener a sus bestias, y saliendo del camino con dirección a la casa, el arriero dijo:

–Dios os guarde, madre Juana. Vamos de priesa, porque queremos llegar a Valladolid antes del toque de queda.
–Todavía hay tarde para ello, y mientras os doy un encargo, apuraréis el contenido de un jarro que...yo sé os agradará.

Y dirigiéndose al comerciante, que permanecía en el camino al cuidado de las bestias, exclamó:
–¡Y vos, hermano! Acercaos también, que los amigos de mis amigos lo son míos y de mi marido.

El muletero guió las caballerías hacia la casa, en la que él penetró saludando con un:
–Paz sea en esta casa.

Entre tanto, la tabernera, pues taberna era aquel pequeño establecimiento, asomándose a una abertura que había en el suelo, y que sin duda era para descender a la bodega, gritó:
–Juan, sube, que está aquí Mendo y un su compañero, a los cuales, y contando con tu consentimiento, ofrezco un trago del vino que tú les sirvas.
–¡Del mejor de mi bodega!–sonó una voz desde el interior de la cueva.

A poco rato, un hombre apareció en la superficie y salió por completo de aquel oscuro antro, con un jarro de vino en la mano.

–Dios os guarde, compadres. ¿Qué tal va, Mendo?
–Bien, a Dios gracias; pero cuitad, porque interés tenemos en llegar a la villa antes del toque de queda.
–De aquí a ese toque me bebo yo lo contenido en mi bodega...y eso...que hay...

El tabernero llenó de vino tres vasos de estaño, ofreciendo uno a cada individuo, quedándose él con el tercero.

–¡A vuestra salud!
–¡A la suya! –Exclamaron los tres bebedores.
–¡Bueno a fe! ¡Legítimo de Toro! ¡Dos años de edad!–exclamó el muletero.
–¡Por la memoria de mi padre, que santa gloria haya, que sois bravo mojón! La procedencia y edad del vino acertasteis sin erraros en un punto.
–Así como acierto que este vino es moro completamente.
–Como yo cristiano viejo. Mi vino, señor viajante, no tiene pizca de agua; es decir, es moro y remoro.
–Hacéis bien. Pues aunque tengáis en vuestra casa tal moro, no por eso os las habréis con la Inquisición.
–¡Qué decís! ¡Voto al Emperador! ¡Habérmelas yo con la Inquisición! Antes, por el contrario, algunos familiares (entre cuyo número tengo la honra de contarme) y muchos ministrales de ese Santo Oficio son los que castañetean de gusto al habérselas con mi vino.
–Me alegro de que tan honrado seáis y tan el honrado vuestro vino. Así, si algún día trabo conocimiento con el Tribunal, me recomendaréis.

El tabernero arrojó una despreciativa mirada sobre el muletero, mirada que éste observó, por lo que dijo:
–¿Qué miráis? ¿Os asombra el que yo pueda trabar relaciones con la Inquisición? A veces, bajo un mal sayo se encubre un buen bebedor. De seguro no me creíais tan buen mojón, y lo soy, según vuestro amable concepto.
–Ya; pero vos de seguro no sois ni moro ni judío.
–No por cierto, que cristiano decidido soy, y de ello hago y haré alarde, Dios ayudándome, dondequiera fuere menester.

Durante este diálogo, la tabernera había dado su encargo al arriero, y después de repetir la libación, despidiéronse unos de otros, continuando los viajeros su interrumpida caminata.
En el preciso momento de pasar bajo la puerta de Cabezón para entrar en la población, puerta situada entonces ante una ermita dedicada al apóstol San Pedro y que hoy es iglesia parroquial bajo la misma advocación de dicho santo, una de las mulas del comerciante resbaló y cayó de rodillas.

–¡Brava entrada!–exclamaron los guardas de la puerta, acudiendo a la mula.
Y entre todos la levantaron sin quitarle la carga.
–¿Qué llevas en esas cajas?preguntó el que era jefe.
–Varios géneros replicó el viajante sin inmutarse y con tono natural encajes, telas de Cambray y ...¿Queréis verlos? Acaso algo os convenga.
–No, no contestó el guarda Id con Dios, y Él os guíe.

Habiéndose despedido de los guardas arriero y buhonero, se internaron por las calles de la capital, y pasando el Cañuelo, bajaron la calle de Cantarranas, subieron la de Costanilla (hoy calle de Platerías), y pasando por la plaza del Ochavo (entonces plaza Mayor), dieron en la Rinconada, donde hallaron posada, quizá alguna de las mismas que hoy existen.
Mientras las viajeros cuidan de sus caballerías, y después de sus personas, diremos quién era el muletero.
El que hemos descrito como muletero, viajante, comerciante o buhonero no era otro que el español Julián Hernández, llamado el Chico, a causa de su corta talla.
Era Julián Hernández español, y como su apellido lo indica, hijo de padres españoles. No dice la Historia, sin duda por haber quedado ignorada, la causa por la cual los padres de Julián le llevaron a Alemania. En lo que convienen todos los historiadores, así papistas como reformados o indiferentes, es en que Julián fué tipógrafo, o sea cajista de imprenta. Como la vida de este leyenda, nos dice el historiados Prescott, al historiar cómo eran introducidos en España ejemplares de la versión al castellano de la Santa Biblia y de otros impresos, escritos por los españoles reformados, obligados por la persecución religiosa a vivir en extranjera tierra. Habla el historiador Prescott:

«Habíase impreso en Alemania una traducción castellana de la Biblia y publicádose en el mismo país otros libros protestantes, ya escritos en español, ya trasladados a este idioma. De vez en cuando lograba introducirse por los Pirineos alguno que otro pertenecientes a tal o cual individuo, pero eran casos muy raros; en esto que un español llamado JuliánHernández, residente en Ginebra, cuyo oficio era el de corrector de imprenta, se propuso, estimulado sólo por su afición a la Reforma, introducir gran cantidad de libros en su patria.
Dióse maña para burlar la vigilancia de los empleados de las Aduanas, y, lo que era más difícil, la de los espías de la Inquisición, y al cabo consiguió desembarcar dos grandes cajones de libros prohibidos, que inmediatamente se distribuyeron entre los individuos de la nueva comunión.»

A estas noticias séanos permitido añadir otra, desconocida de muchísimos extranjeros y de la casi total masa de españoles.

Los editores de los Documentos inéditos para la Historia de España (cita del mismo Prescott), en una nota circunstanciada que insertan del proceso del arzobispo Carranza, refieren los tratos que mediaron entre los protestantes alemanes y españoles, con mucha más extensión que el mismo texto. Según ellos, existía un depósito constante en Medina del Campo y Sevilla para la venta de libros prohibidos:

«De las imprentas de Alemania (dicen los Documentos inéditos) se despachaban a Flandes y desde allí a España, al principio por los puertos de mar, y después, cuando ya hubo más vigilancia por parte del Gobierno, los enviaban a León de Francia, desde donde se introducían en la península por Navarra y Aragón. Un tal Vilman, librero de Amberes, tenía tienda en Medina del Campo y en Sevilla, donde vendía las obras de los protestantes (impresas) en español y en latín. Estos libros de Francfort se daban a buen mercado (es decir, a poco precio), para que circulasen con mayor facilidad.»
Nos ha de perdonar el lector deseoso de encontrarse con los simpáticos personajes de nuestra historia.
Es preciso que dibujemos el estado de la época.

Cualquiera creería que bajo el gobierno de un rey defensor de la religión y de su Iglesia los ministros de esa misma religión y de esa mismísima Iglesia procederían en obediencia y costumbres a lo legislado por sus Concilios provinciales, diocesanos, generales y ecuménicos. ¡Nada menos que eso! A tal rey, tal Iglesia, y tal clero y rey, tal nación. O, mejor dicho, a tal nación, tal rey y tal clero.
Sabido es que los motivos de reforma tuvieron por base no solamente las alteraciones e introducciones antiescriturales que cambiaron y alteraron el dogma y las costumbres de la Iglesia, sino los abusos antirreligiosos e inmorales cometidos por la mayoría de un clero y de unos frailes tan ignorantes como atrabiliarios.
Y no hablamos por hablar, ni aduciremos para justificar nuestro aserto datos tomados de personas enemigas de la Iglesia romana.

Vamos a ofrecer a nuestros lectores copia literal de una carta que la titulada Santa Teresa de Jesús dirigió a la católica majestad del rey don Felipe II, desde la ciudad de Ávila, al 4 de Diciembre del año 1477.
Oigan lo que dice al rey la misma que tienen por santa y adoran hoy Iglesia y pueblo:

JESÚS

«La gracia del Espíritu Santo sea siempre con vuestra majestad, amén. Yo tengo muy creído que ha querido nuestra Señora valerse de vuestra majestad y tomarle por amparo para el remedio de su Orden, y ansí no puedo dejar de acudir a vuestra majestad con las cosas della. Por amor de nuestro Señor suplico a vuestra majestad perdone tantos atrevimientos. Bien creo tiene vuestra majestad noticia de cómo estas monjas de la Encarnación han procurado llevarme allá, pensando habrá algún remedio para librarse de los frailes, que cierto les son un gran estorbo para el recogimiento y relisión que pretenden. Y de la falta della que ha habido en aquella casa tienen toda la culpa.
Ellas están en esto muy engañadas, porque mientras estuviesen sujetas a que ellos las confiesen y visiten no es de ningún provecho mi ida allí, al menos que dure; y ansí lo dije siempre al visitador dominico, y él lo tenía bien entendido. Para algún remedio puse allí en una casa un fraile Descalzo, tan gran siervo de nuestro Señor, que las tiene bien edificadas, con otro compañero, y espantada esta ciudad del grandísimo provecho que allí han hecho, y ansí le tienen por un santo, y en mi opinión lo es y ha sido toda su vida. Informado desto el Nuncio pasado, y del daño que hacían los del paño [los frailes] por larga información que se le llevó de los de la ciudad, invió un mandamiento son descomunión para los que tornasen allí; que los calzados los habían echado con hartos denuestos y escándalo de la ciudad, y que so pena de descomunión, no fuese allá ninguno del paño a negociar, ni a decir misa, ni a confesar, sino los Descalzos y clérigos. Con esto ha estado bien la casa hasta que murió el Nuncio, que tornaron los calzados, y ansí torna la inquietud, sin haber mostrado por dónde lo pueden hacer.
Y ahora un fraile que vino a absolver a las monjas las ha hecho tantas molestias y tan sin orden y justicia, que están bien afligidas y no libres de las penas que antes tenían, según me han dicho. Y sobre todo, hales quitado éste los confesores, que dicen le han hecho vicario provincial, y debe ser porque él tiene más partes para hacer mártires que otros, y tiénelos presos en sus monesterios y descerrajaron las celdas, y tomáronles en lo que tenían los papeles. Está todo el lugar bien escandalizado, cómo no siendo perlado, ni mostrando por dónde hace eso (que ellos están sujetos al comisario Apostólico), se atreven tanto, estando este lugar tan cerca de donde está vuestra majestad, que ni parece temen que hay justicia, ni a Dios. A mí me tiene muy lastimada verles en sus manos, que ha días lo desean, y tuviera por mejor que estuvieran entre moros, porque quizá tuvieran más piedad...
...Y este fraile tan siervo de Dios está tan flaco, de lo mucho que ha padecido, que temo su vida.
Por amor de nuestro Señor suplico a vuestra majestad mande que con brevedad le rescaten, y se dé orden como no padezcan tanto con los del paño estos pobres Descalzos todos, que ellos no hacen sino callar y padecer, y ganan mucho; mas dase escándalo en los pueblos, que este mesmo que está aquí tuvo este verano preso en Toledo a fray Antonio de Jesús, que es un bendito viejo, el primero de todos, sin causa, y ansí andan diciendo los han de perder. Sea Dios bendito, que los que habían de ser medio para quitar que fuese ofendido, le sean para tantos pecados, y CADA DÍA LO HARÁN PEOR.

Si vuestra majestad no manda poner remedio, no sé en qué se ha de parar, porque ningún otro tenemos en la tierra. Plegue a nuestro Señor nos dure muchos años. Yo espero en Él que nos dará esta merced, pues se ve tan sólo de quien mire por su honra. Continuamente se lo suplicamos todas estas siervas de vuestra majestad y yo. Fecha de San José de Ávila, a IV de Diciembre de MDLXXII...»

¿Qué les parece a nuestros lectores de la unidad, fraternidad y caridad de los frailazos del siglo XVI?
Sentimos ignorar si el piadoso Felipe acogió favorablemente la solicitud de la monja avilesa, corrigiendo los desmanes de los del paño.
Si el rey obró en éste como en otros asuntos eclesiásticos, no tuvo Teresa motivo para dar gracias al monarca.
Y veamos por qué creemos que el rey no hizo caso de las quejas de la monja de Ávila.:

Las Cortes, que eran mucho más que Santa Teresa en aquella época, dirigieron en 1558 (precisamente cuando ya estaban presos y aguardando sentencia los reformadores de Valladolid y Sevilla), varias peticiones al rey, y en la petición LXXV decían:
«Item suplicamos a vuestra majestad mande dar orden cómo las visitaciones de los monesterios se hagan fuera dellos, sin entrar los frayles en los monesterios, aunque sean generales, ni provinciales, ni vicarios, ni otros ningunos, porque es notorio que conviene ansí. Y mande que dichas visitaciones se hagan por la red, y que solamente pueda entrar a renovar el Santísimo Sacramento en los monesterios de monjas un frayle anciano, porque conviene ansí al servicio de Dios y decencia de los unos y los otros.»

Pues bien; el archipapista defensor de la Iglesia, el católico Felipe, negó la petición.
Naturalmente, ante la impunidad de sus actos, los inicuos se desenfrenan más y más. Así, en los conventos de monjas y de frailes, y entre estos y aquellas, siguió aumentando la inmoralidad con escándalo de personas, no ya de sentimientos piadosos, pero de mediana civilización, y las Cortes de 1563, 1570 y 1573 volvieron a la carga reproduciendo la misma petición y añadiendo:
«Que el evitar la continua residencia de los frayles en los conventos de monjas, y que los PRELADOS y visitadores no entrasen en ellos, era muy conveniente, y Dios nuestro Señor en ello sería muy servido.»


Felipe II, de infausta memoria, fue tan mal hijo como mal cristiano.
El emperador, su padre, al testar, había dejado en su testamento algunas mandas, deudas y descargos, que debían pagarse después de su muerte. Bien: dieciocho años después de ceñir la corona el rey no se apresuraba, ni mucho menos, a cumplir la postrera voluntad de su padre, por cuanto las Cortes de 1576 le decían:
«Luego que el Emperador nuestro señor, que es en gloria, falleció, se comenzó a entender en sus descargos y se hicieron algunos, y ha mucho que no se entienda en dichos descargos, a cuya causa padecen muchas viudas y huérfanos pobres. Y pues por las leyes de Partida a vuestra majestad incumben los dichos descargos y pagar sus deudas y cumplir mandas, suplicamos a vuestra majestad mande que se prosigan y acaben los dichos descargos con toda brevedad».

¡Valiente cosa le importaban los padecimientos de las muchas viudas y huérfanos pobres a un monarca acostumbrado a esquilmar a sus pueblos y ver quemar vivos a los mejores súbditos de sus reinos!


Quien fue mal hijo, fue mal esposo. Lo prueba la facilidad con que contraía matrimonio apenas enviudado, y el hecho de casarse con María, reina de Inglaterra, que le llevaba once años de edad y estaba enferma, cuando él hubiera querido la mano de doña María de Portugal, su parienta.
Lo que el emperador y su hijo buscaron con tal matrimonio fue el poder disponer de la marina y ejércitos ingleses y de las importantes posesiones británicas en las costas de Europa. Así que, realizados los deseos del padre y del hijo, éste vivió más bien lejos de su esposa que a su lado, y ni siquiera estuvo a la cabecera del lecho mortuorio en Inglaterra cuando falleció María. Además, escuchemos al historiador Prescott: «Al mes, acaso no completo dice, –de haber entrado en la abadía de Westminster los inanimados restos de María, entabló el rey viudo pretensiones directas, por medio de Feria, su embajador, a la mano de la nueva reina; pero no le cegó su impaciencia en términos de declarar resueltamente su pasión, sino que, por el contrario, verificó su propuesta bajo razonables condiciones.»

Pero doña Isabel, hermana de la reina difunta, descubrió los verdaderos designios de don Felipe, y le dio (como vulgarmente se dice en España) las mejores calabazas que testa coronada podía llevar.
¡Nunca agradecerá suficientemente el pueblo inglés la decisión de su reina!


Que Felipe II fue mal padre lo prueba el hecho de disponer en su favor de la mano de la princesa doña Isabel de Valois, hija de Catalina de Médicis, prometida al príncipe don Carlos, y el asesinato del mismo príncipe, decretado por su mismísimo padre, según se cree con bastante fundamento.

Y quien no pudo ser ni buen hijo ni buen esposo ni buen padre, mucho menos podía ser buen amigo. No; los asesinatos de su secretario Escobedo y de Montigny, caballero flamenco a quien el rey debía grandes servicios, y la persecución de su otro secretario y confidente Antonio Pérez, demuestran que el pecho de Felipe no albergaba amistad sino para el tigre que obedecía ciegamente sus órdenes tiránicas.

Tal era el rey a quien los españoles comenzaron por amar y concluyeron por aborrecer.
Todavía se sufren en España las tristes consecuencias de época tan nefasta.
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